sábado, 13 de agosto de 2011

Solidarismo: Primera Parte


Efraín González Morfín

Conferencia pronunciada en el Auditorio “Manuel Gómez Morin” de la sede nacional del PAN, México, DF, 24 de octubre de 1973

La posición que podríamos llamar solidarismo trata de integrar, en un difícil equilibrio, a la persona individual y a la colectividad social.

De hecho, como dato innegable de nuestra existencia, nos encontramos con la realidad de nuestra propia persona individual y, al mismo tiempo, con la realidad de la sociedad o colectividad en la que vivimos.

Frente a esta experiencia que nos aporta una doble serie de datos personales y sociales, hay tendencias de filosofía social, de organización y de conducta práctica que exageran el aspecto individual y minimizan o menosprecian el de la colectividad social. En el extremo contrario, también hay corrientes de pensamiento, de organización y de acción que exageran el valor y la importancia de la colectividad social y minimizan o mutilan la personalidad individual.

En el momento presente, no faltan las personas que, en diversos niveles, consideran que no hay más salida que esta disyuntiva inescapable; o individualismo o colectivismo de signo socialista, sobre todo marxista leninista. Y, utilizando esta cornamenta, inescapable según ellos, embisten y cuentan a todo el que se deje: “No te queda más que ser individualista o colectivista”.

Y esto se dice a nivel de medios de comunicación o de conversación sencilla y también lo encontrarán ustedes en libros de más pretensiones, de contenido jurídico, económico, social o político. Recuerdo ahora, en concreto, algunos libros de texto muy utilizados en las Facultades de Derecho de las universidades mexicanas que entienden así las bases filosóficas de la organización del Estado. Algún curso, muy bueno, por lo demás, de derecho administrativo, flaquea en este punto y considera que la administración pública necesariamente no tiene más que dos extremos entre los cuales oscila: el estatista colectivista, el individualista liberal.

Las consecuencias que de aquí se siguen son, como ustedes comprende, además de pintorescas, muy negativas. Sobre esta base, Como puede explicar un maestro de derecho constitucional, supongamos, los primeros 28 artículos de la Constitución que establecen las garantías individuales y que aparecerán ante los partidarios de la disyuntiva falsa, como una concesión o mal inevitable que reconoce el colectivismo frente al individualismo? A su vez, el 123 y otros aspectos de legislación social mexicana, le aparecerán al individualista como males necesarios colectivistas que debe tolerar para mantener en marcha la sociedad. Y, de hecho, hay autores que no dan otra justificación de realidades tan importantes como los derechos sociales y las garantías individuales.

Esta posición disparatada se debe a una mala filosofía social que comienza por aceptar, como inescapable, la disyuntiva individualismo-colectivismo, como si no hubiera alguna otra posición posible que correspondiera a los datos de la realidad y pusiera en marcha pensamientos, programas y actividades concordes con la naturaleza humana y sus realidades más íntimas.

De aquí se puede ver la importancia de un planteamiento de filosofía social que comience por señalar lo unilateral y parcial de este planteamiento de disyuntiva incompleta.

Lo que debe uno contestar cuando le propongan esa opción inaceptable es: “me niego a reconocerla como correcta”. Porque, si se acepta la disyuntiva, entonces sí no queda más que dar bandazos del individualismo al colectivismo. Cuando se descubran aspectos inaceptables de un sistema, se recurrirá al otro, sin caer en la cuenta de que se ha olvidado lo fundamental de la naturaleza humana que es, al mismo tiempo, personal y social, individual e integrada en una colectividad.

El reto de la vida humana, analizado con objetividad e imparcialidad, es la base de filosofía social correcta para estructurar principios de doctrina, programas de acción y líneas de conducta organizada en un partido político.

Esta ha sido la inspiración de Acción Nacional. Creo que, desde que se fundó el Partido, con toda lucidez se planteó esta orientación doctrinal. En 1969 se usó, en una Convención del partido, el término solidarismo que después se repitió en la campaña federal del 70 y en una ponencia de la Convención del partido de febrero de este año y en otros documentos. La innovación es muy relativa, primero, porque el término tiene vinculación bastante amplia en determinados ambientes que se dedican a filosofía social o a doctrina social, dentro y fuera de México; segundo, porque no innova los contenidos de doctrina del Partido, sino su denominación, tratando de presentar un término fácil que ubique la posición de Acción Nacional frente al individualismo de diversos tipos y al colectivismo variable.

Podríamos intentar, por ejemplo, una aclaración del concepto, a partir de los Principios de Doctrina de Acción Nacional, de 1939 y analizar, en alguna otra ocasión, la proyección de esos mismos principios, hecha y aprobada en 1965. Podemos considerar la inspiración completa de los principios iniciales que siguen vigentes, y examinar algunos de sus artículos en detalle.

El primer principio dice lo siguiente: “La nación es una realidad viva, con tradición propia varias veces secular, con unidad que supera toda división en parcialidades, clases o grupos con un claro destino.

El interés nacional es preeminente. Todos los intereses parciales derivan de él o en él concurren. No pueden subsistir ni perfeccionarse los valores humanos personales, si se agota o decae la colectividad; ni ésta puede vivir, ni se niegan los valores personales”

Desde un punto de vista de terminología solidarista, ésta es la perfecta formulación de la doctrina solidarista.

Fijémonos en varios aspectos importantes de este principio número uno.

Lo primero: vivimos en una sociedad nacional, como hecho histórico y sociológico innegable. Y, en esa sociedad nacional, hay divisiones en parcialidades, clases o grupos. Primera afirmación: aceptamos la realidad de las divisiones y de los conflictos sociales, no nos espanta reconocer que existen; incluso, por el hecho de ser partido político, nos ubicamos en un contexto de antagonismos; para eso existimos, No somos la totalidad del pueblo. Si lo fuéramos y, al mismo tiempo, nos llamáramos partido único, de parte todo. La nación misma de partido político, como parte del pueblo organizada en torno de principios, programas y autoridades, para tratar de llegar al Poder mediante el apoyo mayoritario de los electores, implica la aceptación de la lucha, del conflicto y del antagonismo en la sociedad.

No partimos, pues, de una sociología idílica que supone un mundo sin problemas, sin “piques” y sin divisiones. Nos metemos de frente a ellos y luchamos en medio de los conflictos y padecemos las consecuencias del conflicto, a diferencia de muchos críticos teóricos que se pasan la vida propugnando la sociología del conflicto para resolver los problemas de México y de América Latina ¡y buen cuidado tienen de no meterse en un solo conflicto viril y de consecuencias en su vida real¡ gente verbalmente conflictiva, a nivel sociológico, conflictiva más de la cuenta, muchas veces, a nivel intimo, pero servil. Condescendientes y convenenciera cuando el conflicto significa perder trabajo, perder dinero, posición o prestigio.

No nos interesa la sociología idílica que niega el conflicto; lo único que pedimos es sinceridad para vivirlo y no convertir el tema del conflicto social en una manera de sacarle la vuelta a todo conflicto.

Nos ubicamos, pues, en la sociología conflictiva y proponemos simplemente una tremenda exigencia de la que tenemos plena conciencia lúcida: por más divisiones que haya en esta sociedad, debemos promover una unidad que supere toda división; es decir, nuestra participación en los conflictos debe reconocer valores superiores al conflicto mismo, con todas las consecuencias que de aquí se deriven.

En concreto, consideramos, en primer lugar, que no puede ser el conflicto la norma suprema de las relaciones sociales, políticas o económicas porque, en tanto participa la gente en conflictos, en cuanto, mediante ellos, quiere llegar a una posición en la que sean respetadas sus justas pretensiones y sus derechos. De manera que el conflicto, en el mejor de los casos, debe ser una realidad penúltima de conducta, una fórmula de reconocimiento de los derechos, de las pretensiones jurídicas, de los intereses legítimos de las personas y de los grupos. Si el conflicto fuera la realidad última, no sería posible en la vida real. En tanto es posible el antagonismo y el conflicto, en cuanto a través de él, se buscan metas superiores de objetividad reconocida, de unidad congruente, de bien común respetado. De otra manera, caeríamos en el principio equivocado de que vale la pena el conflicto por el conflicto y el antagonismo por si mismo.

En segundo lugar, al hacer esta afirmación fundamental, reconocemos la común personalidad humana de los antagonistas sociales, económicas o políticos y también tenemos plena conciencia de lo que eso significa en la lucha política. Tenemos conciencia de que son principios que deben obligar, si se acepta la común dignidad de los contrincantes, a límites precisos en la lucha política, social y económica.

Cuando en estas luchas se parte de la idea de que se vale negarle al contrincante la calidad de persona, en ese momento la lucha pierde su razón de ser y, en el fondo, no se está enfrentando una democracia contra una dictadura, o una idea de justicia social contra una idea de explotación; se están enfrentando dos metas y dos posiciones igualmente inhumanas e injustas que buscan el exterminio del contrincante.

Para que esto no suceda –si no jugamos con las palabras, ni manipulamos muchachada, ni abusamos de adultos a nivel ideológico-, no nos queda más que reconocer que estamos obligados a descubrir, por difícil que sea, personalidad humana en los contrincantes de las luchas sociales, políticas y económicas. Lo otro, como estamos viendo a cada paso en nuestro mundo y sobre todo, en nuestro país y en nuestro Continente, conduce a incongruencias trágicas y a sufrimientos de muchas personas, en tanto otras se pueden dar el lujo de negar la calidad humana del contrincante, en la medida en que el contrincante está vencido; pero, cuando de una u otra manera se recupera el contrincante o “brinca” antes de tiempo, entonces no se vale lo que se defendía con entusiasmo la víspera. Seamos congruentes, seamos sinceros con un pueblo que no tiene por qué pagar los cambios de conciencia de intelectuales burgueses ni de otros tipos de gente y de diversas instituciones. Quiere programas lúcidos, históricamente posibles, y no ser quien paga las revanchas o los resentimientos de clases pretendidamente directoras que no hablan con franqueza a los ciudadanos.

Veamos pues, lo que significa esta posición solidaria y solidarista del Partido, desde su fundación.

Admitimos el conflicto y el antagonismo; más aún, en la medida en que somos partido, lo promovemos, si; pero con convicciones fundamentales. La primera de ellas es el respeto de la personalidad del contrincante. Esto quiere decir que, dado el caso, estamos siempre obligados a seguir cauces de derecho, incluso para imponer sanciones o castigos a quienes, en un momento dado, los merezcan y no estén de acuerdo con nosotros; pero serán titulares de penas o de castigos, no por no estar de acuerdo con Acción Nacional, sino por infringir leyes básicas de la Nación que impongan tales o cuales sanciones. El procedimiento de derecho, la negativa a aceptar el tribunal revolucionario, la ley de excepción o la ley santanista de “el caso”, que condena a Fulano, a Mengano y a Perengano y “a cuantos estén en igual caso”, es inaceptable par aun partido que tenga estos principios de doctrina.

Segunda condición: para aceptar el antagonismo social, promoverlo legítimamente, como medio de buscar unidad en las discrepancias. El conflicto debe estar regido por principios superiores de justicia y de bien común.

No es, pues, el conflicto por el conflicto lo que vale. Es que, dada la naturaleza humana, origen de discrepancias legítimas, el conflicto brota como resultado espontáneo de la vida en ejercicio y con igual naturalidad debemos reconocer la personalidad de los contrincantes y defender la justicia, la equidad y el bien común en la lucha política, social y económica.

Cuando el antagonismo de diverso tipo no reconoce principios superiores a la lucha, en el fondo se trata únicamente de odio organizado y sistemático; en el fondo, lo que se quiere es que una intolerancia, la propia, supla la intolerancia ajena, de los demás. Yo pregunto qué sale ganando México, cualquier país del mundo, supliendo una intolerancia por otra intolerancia, una antidemocracia por otra antidemocracia?

No debemos, pues, caer en un garlito. Se nos quieren poner etiquetas falsas e inmerecidas al alegar que, si somos democráticos y no admitimos, como instrumento típico, la violencia, necesariamente rechazamos los conflictos sociales. No los rechazamos, simplemente queremos participar en ellos con valores que den sentido y orientación al conflicto. Si no se participa en las luchas por razones de justicia, equidad, bien común, si se comienza por negar la personalidad humana del contrincante, simplemente se le ofrece al pueblo una opción entre disparates semejantes y entre males igualmente condenables.

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