Efrain Gonzales Luna |
Se puede tener facilidad innata o adquirida para la súbita exposición de ideas; pero no serían expuestas, con facilidad o sin ella, si no existieran previamente en la mente del expositor, si no estuvieran disponibles y alertas para el servicio inmediato.El tartamudeo penoso del que hurga inútilmente en sus alforjas vacías y la locuacidad insustancial del que pretende suplir con palabras la indigencia irremediable del pensamiento, castigan por igual la culpable temeridad del improvisador ignorante.La improvisación que tiene un valor porque dice bien algo con sustancia y sentido, con certero designio y con eficacia, es siempre corona de un esfuerzo anterior, brote de una semilla intelectual sujeta a un previo proceso de germinación.
La ocasión inesperada, la exigencia que no es posible eludir, simplemente apartan la última capa de tierra y dejan al descubierto la yema que ya había nacido, aunque no había sido expresada en palabras.El orador, aun el más excepcionalmente dotado, tiene que ser siempre un estudioso.Si la actividad retórica es en primer término comunicación de ideas, el orador tiene un deber y una responsabilidad preeminentes: ser voz y servicio de la verdad, inflexiblemente fiel a su misión altísima. La siembra de patrañas y confusiones, la difusión del error y el mal en cualquiera de sus formas, la explotación mercenaria de dones divinos, es una degradante prostitución.
Saber decir lo que se piensa no es de ninguna manera recargar de adornos, ni menos relegar a inaccesibles cárceles esotéricas el mensaje cuya esencial vocación consiste en llegar tan directa y fácilmente como sea posible a los oyentes y en ser recibido por éstos como reciben la luz, el pan y el agua.El buen orador se distingue por la claridad y la sencillez de su expresión, tanto más perfecta cuanto más transparente, tanto más eficaz cuanto más inadvertida. Si alguien fuera capaz de hacer que sus oyentes se olvidaran de que está ahí hablando y sólo tuvieran conciencia de la manifestación superior de las ideas, como si no hubiera intermediario que las formulara, como si afirmaran su presencia en una especie de revelación, ese sería el orador por antonomasia.
Necesita, por tanto, conocer su idioma y tener un estilo, y esto también se logra sólo a través de una labor tenaz.No en vano los filósofos de la Escuela exaltan la causa final entre las que distinguen para definición del ser. Esto es, cuanto corresponde a su fin.El orador que ni convence ni determina, aunque cumpla prodigios de brillantez y amenidad, aunque coseche tempestades de aplausos y encienda impresionantes llamaradas de entusiasmo fugaz, no es un verdadero orador.Sin embargo, el patrón o unidad de medida más usual para la calificación de los oradores es éste de las reacciones instintivas del auditorio.Conviene que los jóvenes mexicanos extremen su cautela y se defiendan de una desviación fatal.
Saber decir lo que se piensa no es de ninguna manera recargar de adornos, ni menos relegar a inaccesibles cárceles esotéricas el mensaje cuya esencial vocación consiste en llegar tan directa y fácilmente como sea posible a los oyentes y en ser recibido por éstos como reciben la luz, el pan y el agua.El buen orador se distingue por la claridad y la sencillez de su expresión, tanto más perfecta cuanto más transparente, tanto más eficaz cuanto más inadvertida. Si alguien fuera capaz de hacer que sus oyentes se olvidaran de que está ahí hablando y sólo tuvieran conciencia de la manifestación superior de las ideas, como si no hubiera intermediario que las formulara, como si afirmaran su presencia en una especie de revelación, ese sería el orador por antonomasia.
Necesita, por tanto, conocer su idioma y tener un estilo, y esto también se logra sólo a través de una labor tenaz.No en vano los filósofos de la Escuela exaltan la causa final entre las que distinguen para definición del ser. Esto es, cuanto corresponde a su fin.El orador que ni convence ni determina, aunque cumpla prodigios de brillantez y amenidad, aunque coseche tempestades de aplausos y encienda impresionantes llamaradas de entusiasmo fugaz, no es un verdadero orador.Sin embargo, el patrón o unidad de medida más usual para la calificación de los oradores es éste de las reacciones instintivas del auditorio.Conviene que los jóvenes mexicanos extremen su cautela y se defiendan de una desviación fatal.
Deben tener presentes los objetivos finales y sacrificar a ellos los fáciles lauros de la ovación intrascendente.Piensen los que se sienten llamados a la tribuna que no es palco de vanidades; sino cátedra y taller nobilísimo y dura trinchera para iluminación, construcción y defensa de México. Necesitamos apóstoles, obreros, combatientes, no idolillos de aficiones inferiores, ni mercaderes de la palabra de alquiler y de las ideologías mercenarias, que fácilmente degeneran en pistoleros intelectuales de cualquier rufián poderoso.
La Verdad de Torreón, núm. 3, 1 de junio de 1955
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