I. La escuela ciudadana.
La escuela ciudadana que nació con Acción Nacional erigió una base doctrinaria y organizacional firme, bien apuntalada y con el objetivo de mantenerse como actor y testigo permanente de la historia de México moderno. Este objetivo, si bien ha sido faro durante setenta años, ha tenido importantes reafirmaciones, momentos en los que el panismo ha contado con altura de miras para pensarse a sí mismo a la luz de determinadas épocas y adaptar su ideario a las necesidades de un país en constante cambio. El primero de esos momentos lo protagonizó la generación fundadora, encabezada por Gómez Morin y González Luna, y trajo consigo las ideas y teorías políticas, económicas y sociales descritas en el apartado anterior. No obstante, el contexto mundial en el que surge Acción Nacional es el de la segunda guerra mundial, su principio, su final y las dolorosas consecuencias que revelaron los totalitarismos del signo que fuera; la tentación de la vía fácil que devino en el asesinato del disidente o el encarcelamiento del que pensara distinto estuvo presente en nuestro país, así como la vía armada para conseguir cambios radicales; no fue así en el PAN, que elaboró una doctrina contraria a todo lo que coartara las libertades fundamentales del individuo.
Construir ciudadanía exigía tenacidad e imaginación, talento y responsabilidad: era necesario desterrar lo que décadas más tarde Castillo Peraza denominara “cultura del mural”, la del vencedor y los vencidos, lo que significa restañar las heridas que dividen a un pueblo para tender puentes por los que pudiera transitar libremente el otro, que no es enemigo ni opuesto sino que, con Emmanuel Levinas, me hace posible y por el cual el sí mismo es capaz, precisamente, de ser, de existir. Combatir esa ruta simplista fue durante los años fundacionales (1939-1949) un reto enfrentado sin temor y con talento.
El siguiente gran renovador de Acción Nacional fue Adolfo Christlieb Ibarrola, que bajo los preceptos de una educación universitaria donde convergía la diversidad y la pluralidad de opiniones supo actualizar la doctrina panista de acuerdo con un país cambiante y multicultural. La segunda gran proyección de Principios de doctrina, en 1965, refleja la realidad de un mundo que ya conocía las consecuencias extremas de la cerrazón ideológica: el régimen ruso y su símbolo visible más doloroso, el Muro de Berlín, las luchas civiles en América Latina, Asia y África, la necesidad de crear espacios de convivencia política donde hubiera sitio para lo distinto eran indispensables, y Christlieb supo encarar ese mundo de la guerra fría con el arrojo de quien encuentra en el opositor no a un enemigo ante el cual encarnizarse sino, contrario sensu, un ciudadano que representa ideales diferentes pero que es necesario para construir una nación común. El acercamiento del entonces líder del PAN al gobierno fue inusitado pero necesario, fructífero en un principio pero a la postre frustrante porque el régimen no estaba listo para convivir con sus pares de la oposición, hecho que quedó por demás demostrado luego de la masacre de estudiantes en Tlatelolco, en 1968. Sin embargo, se abrían nuevas posibilidades, se extendían los horizontes y se reorientaban los preceptos partidistas para dar cabida a una sociedad en apertura constante, dolida por la violencia y la opresión pero donde las voces comenzaban a entender la fuerza y las dimensiones que podía alcanzar la exigencia común de libertad.
La escuela ciudadana, una vez más, predicaba con el ejemplo y también desde la teoría, buscaba acercamientos ante los que al final sólo quedaba el silencio de los sepulcros, de la incursión militar contra la población civil, pero el paso estaba dado y un nuevo México se asomaba con una esperanza renovada, acallada por la fuerza, que en política es símbolo ineludible de la impotencia; esa misma fuerza que, manifiesta en un solo lugar y en un solo sitio –la Plaza de las Tres Culturas en la ciudad de México–, había padecido la militancia panista durante casi treinta años y seguiría padeciendo durante todavía dos largas décadas, pero que en ese instante reunía en su contra a una sociedad a la que el hartazgo todavía no le alcanzaba para entender que la lucha pacífica y ordenada era más redituable para enfrentar al régimen.
El siglo XX avanzaba con la velocidad que hoy día estudian los sociólogos y los científicos de la política. Los cambios que acaecían en diversos lugares del mundo comenzaban a hacer eco en una prensa todavía tímida y amedrentada, también repetidora de los vicios de una cultura política que ya para los años setenta impregnaba buena parte del todo social. Había, por fortuna, esas voces esparcidas que no cedían y buscaban, desde trincheras diversas, denunciar los atropellos y la nula democracia de un sistema que aún se encargaba de pregonar las supuestas virtudes del partido oficial, heredero único de la revolución; Julio Scherer desde Excélsior, José Revueltas y una izquierda desorganizada que en buena medida terminó por preferir las vías antidemocráticas de la guerrilla y la ilegalidad, Octavio Paz y la famosa renuncia al servicio exterior, una intelectualidad que se atragantaba con la defensa marxista –y sus muchos derivados– que más tarde demostraría que cualquier régimen sustentado a costa de la más mínima de las libertades termina por ceder al menor soplo de la Historia.
Acción Nacional no fue ajeno a esas transformaciones voraces y buscó, desde su ideario, ser reflejo de ese nuevo mundo que asomaba a la vuelta de la esquina: sin Proyección de principios de por medio, pero enriqueciendo la doctrina con el pensamiento social de la Iglesia y dando al trabajo partidista un inédito perfil social, Efraín González Morfín demostró a propios y ajenos cómo el capitalismo voraz termina generando más injusticia de la que palia si no hay detrás un Estado que regule, distribuya y garantice que la riqueza sea repartida de manera tal que las brechas urbanas y rurales se cierren y se genere así un círculo virtuoso en el que tanto el campesino como el industrial se vean beneficiados de manera justa por su trabajo. El llamado “cambio democrático de estructuras” y el solidarismo comenzaban a llenar manuales, a retomar los ejemplos europeos de solidaridad que años después el Premio Nobel de Literatura mexicano destacaría como el más lejano de los valores de la modernidad, heredados de la Revolución francesa –libertad, igualdad y fraternidad–. Esta última era aún el gran pendiente de un país, de una región encerrada en un laberinto del que no podría salir a menos que se modificaran esquemas enteros de conducta y comportamiento públicos: es decir, y dejando a Paz de lado, que la escuela ciudadana que representaba el PAN era entonces el camino adecuado para una transformación que dejara de acariciar las formas para atacar el fondo, la sustancia.
Aún faltaban años para que esas ideas fueran formuladas y ya Acción Nacional cumplía la mitad de su existencia abogando por su consecución, siempre bajo el signo de la voluntad de la mayoría, siempre por la ruta institucional, siempre consciente de que la violencia sólo generaría más violencia pero aún incapaz de incidir de manera plena en la vida política de México. Las herramientas, no obstante, estaban al día y continuaban su pregón por la República en las distintas campañas, desde las municipales hasta las que competían por la Presidencia, despertando nuevas conciencias, avanzando un tramo y retrocediendo dos pero siempre constantes.
La democracia hacia adentro permitía exigir democracia afuera; la limpieza de los procesos propios de selección comprobaba que en el plano nacional era posible actuar con honestidad, siempre y cuando el partido oficial lo permitiera. El PAN continuaba pues tomando la voz de los olvidados, de los asesinados por motivos ideológicos, siendo el único partido que defendió desde la tribuna legislativa a los estudiantes frente a la masacre del 68, ante una pléyade intelectual que guardó un silencio que buscaba proteger privilegios o que fue comprada con embajadas y puestos de gobierno.
Fue precisamente en ese momento cuando el PAN discutía si participar o no era legitimar al régimen nacido de la opresión y el autoritarismo. El Consejo Nacional, esa conciencia del partido que hasta el día de hoy rige su conducción y su acción general, debatía durante largas jornadas los temas que sus integrantes buscaban defender. La gran oratoria de los próceres hacía vibrar auditorios que, abiertos y generosos, eran capaces de modificar su voto ante argumentos convincentes: democracia como no se veía entonces en ninguna organización política nacional. Hubo escisiones, disidencias, mujeres y hombres que elegían la salida silenciosa en vez del estruendo de disentir: antes que traicionar esta vocación democrática, el cisma de mediados de los setenta fue incapaz de elegir candidato a la Presidencia, dejando al representante oficial ir solo a la contienda electoral.
Las generaciones de panistas nuevos y de antaño se entrecruzaban, la pluralidad exigida hacia fuera dejaba en claro ser un reto de proporciones mayores en el interior, dar cabida a las distintas tendencias y corrientes propias generaba choques álgidos en los que prevaleció la amistad, el objetivo común de trabajar por México que mantuvo firme la gesta ciudadana de Acción Nacional. Algunos se alejaron, otros permanecieron: ambos enseñaron que la congruencia doctrinaria frente al poder era la punta de un iceberg que aun el día de hoy es uno de los grandes pendientes de quien sustenta su actuar en principios y no en “la lucha encarnizada por el poder”. Tiempo de reorganización, tiempo de nuevos planteamientos, seis años más para comprobar que el régimen de nuevo despertaba esperanzas que los hechos contradecían y negaban; las expectativas, de todos modos, no eran altas: lo que en la práctica nacía del germen antidemocrático repetía esa enfermedad hasta el hartazgo.
Llegaron los años ochenta y fue en el norte de la República donde un gran movimiento ciudadano se sumó en la práctica a los preceptos que la teoría panista había pregonado por décadas. Los triunfos de Chihuahua daba aire nuevo a un panismo renovado con el brío de un hombre ejemplar: Luis H. Álvarez encabezaba a un partido que emprendía una embestida que sacudiría al régimen por siempre y a la postre lograría aquello acariciado medio siglo atrás: contar con la fuerza para sentar a la mesa al gobierno y dialogar, acordar convenir, poner en la agenda temas largamente defendidos por el PAN. Así, la campaña de 1988 fue la del despertar ciudadano, abanderado por Manuel Clouthier. Esta “nueva ola azul” fue, como gusta decir a los historiadores, un parteaguas en la trayectoria de Acción Nacional: la resistencia civil, las campañas que exigían zapato y garganta, el enfrentamiento valiente contra una autoridad intolerante, todo ello marcó para siempre el modo de hacer política del PAN y del país.
Con un cúmulo de reformas políticas alcanzadas, así como con algunas victorias en diputaciones y municipios que demostraban que el esfuerzo no era en vano, la elección del 88 y el gran fraude que la acompañó logró lo que muchos años de lucha silenciosa habían impulsado: que el supuesto ganador negociara su legitimidad. La izquierda negó sentarse a la mesa, exigiendo lo que entonces aún era imposible, a saber, abrir el régimen de tajo; Acción Nacional, en contraparte, supo aprovechar el momento para tender puentes, para exigir pasos más significativos en la conformación del régimen democrático. Algunos llamaron a esta voluntad de diálogo “concertacesión” y la descalificaron a priori, como hoy día se sigue descalificando todo aquello que no provenga de una fuerza distinta a la propia. Para los panistas fue, no obstante, un momento complejo que requería, con humildad, valorar la importancia de lo hecho y lo alcanzado para seguir adelante.
La fuerza ciudadana se había expresado y no era posible prestar oídos sordos a su trascendencia; las armas ya no alcanzaban, negociar se convertiría en la siguiente estrategia. Para ello era necesario un aggiornamiento del ideario panista, orientar su doctrina hacia nuevas causas y abrir el partido a una sociedad que había madurado políticamente y que, con Acción Nacional, estaba preparada ya para jugar un papel preponderante en los siguientes años. Era el momento de convertirse en oposición responsable y, al mismo tiempo, enfrentarse al reto se ser, en el plano estatal y municipal, partido en el poder.
Fue Carlos Castillo Peraza quien asumió las riendas en esa crucial etapa de la vida política de México. Lo mejor de varios años de Acción Nacional encontró en él al ideólogo, al activista político, al negociador, al amigo generoso, al líder enérgico, al tribuno que hacía vibrar mítines y convenciones. La biografía de Castillo[ix] es crucial para entender cómo la formación del dirigente nacional del PAN (1993-1996) incidiría a la postre en una etapa nueva para el panismo, años en los que tanto la agenda política en el Congreso como los candidatos panistas cosecharon éxitos nunca antes vistos, anhelados por generaciones, concretados al fin durante ese periodo. Quedó establecido un nuevo modo de hacer política que reunía la tradición heredada y sumaba los giros de un mundo al que era posible acceder por los libros, los medios de información y el contacto con partidos afines al PAN en otra latitudes.
Era la política de la campaña que recorría hasta los últimos confines de la República para seguir difundiendo el mensaje de Acción Nacional, que enardecía a multitudes con discursos en los que la doctrina encontraba en el lenguaje común su expresión más auténtica, más cercana a la ciudadanía; la política de quien sabe que el Congreso es el espacio donde se trazan y concretan los grandes cambios de un auténtico régimen democrático; la política de las propuestas firmes que sabe apostar por lo propio; la política que sabe que negociar es dejar de lado el maniqueísmo del todo o nada para encontrar puntos de encuentro donde convergen los intereses no de grupos o partidos, sino de la nación en conjunto; la política que sabe que lo gradual y paulatino consigue mejores resultados que cualquier revolución, por justa o noble que parezca; la política que beneficia el diálogo pero no se pierde en retóricas sino que sabe alcanzar acuerdos; la política que tiene el ánimo y el brío para defender la propia doctrina porque “en lugar de sentarse a la mesa a ver qué hace se siente porque ya sabe lo que debe hacer”… La política, en suma, que demuestra que las mejores lecciones de esa escuela de ciudadanía deben aprenderse a fondo y practicarse para después, y sólo después, promoverse y defenderse de cara a la sociedad.
La escuela de ciudadanía que desde su fundación se propuso ser el PAN tuvo también en Castillo Peraza a su último gran impulsor: incluso antes de asumir la presidencia del partido, su énfasis en la formación y capacitación trajo consigo el primer Instituto de Capacitación Política, el brazo organizado bajo la técnica que tanto exigiera Gómez Morin, capaz de proveer las herramientas necesarias a la militancia para hacer frente al reto de ser partido en el poder. En esos años, empero, se construyó el partido que desde el municipio, con pasos cortos pero firmes, alcanzó, al inicio del siglo XXI, la Presidencia de la República con Vicente Fox, y que en 2006 refrendó ese triunfo con Felipe Calderón, abriendo así la puerta a nuevos desafíos tanto hacia al interior del partido como hacia la sociedad en su conjunto. Castillo Peraza pasó sus últimos días reflexionando sobre el papel que debía desempeñar el PAN en el poder, cómo empatar una doctrina sustentada en la ética y la responsabilidad con el ejercicio público, cómo no sucumbir a soluciones simplistas y hacer de la congruencia entre teoría y práctica una virtud que solucionara y no un defecto que retrasara u obstaculizara el avance del país. La muerte lo sorprendió en esa tarea, aún inconclusa y que representa buena parte de los desafíos que el Partido Acción Nacional ha enfrentado en los últimos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario