I. Conformación de un ideal.
El camino a la democracia del siglo XX mexicano fue largo y exigió trabajar en varios frentes; para Acción Nacional, la labor municipal representó el espacio primero y primario de atención por parte de los gobiernos; el municipio como “fuente y apoyo de libertad política, de eficacia en el gobierno y de limpieza en la vida pública”,[iii] donde se satisfacen las necesidades inmediatas de la comunidad. La gesta democrática y ciudadana iniciada por Acción Nacional tuvo en el municipio su frente más importante y, a la postre, más redituable. Así lo explica Alonso Lujambio y, con tino, describe cómo esa estrategia cimentó una base firme, dispuesta y capaz de resistir los fragores de una batalla contra un enemigo que no permitiría cambios rápidos, una lucha en la que lo electoral era derrota cuasi asegurada y en la que la labor más allá de los comicios resultaba indispensable: construir partido desde una serie de comités instalados y organizados también para generar una militancia instruida en la acción política.
Los fundadores de Acción Nacional fueron, en su mayoría, pregones de ideario panista: no cejaron en recorrer la República para fundar comités, en mantener comunicación constante con liderazgos sociales que se acercaban y buscaban la forma de involucrarse en un partido que nacía con el objetivo de transformar a México. Eran pues los hogares de la primera militancia, cocheras y patios los que funcionaron como sitios para llevar a cabo las reuniones iniciales, el préstamo posterior de alguna sede, las visitas de personajes como el propio Gómez Morin o González Luna, Estrada Iturbide o Preciado Hernández, Aquiles Elorduy, Herrera y Lasso y un largo etcétera, atentos a la organización de cursos donde se instruyera sobre el objetivo y los modos de acción, pendientes todos ellos de acudir a sentar las primeras bases.[iv] Son miles las anécdotas que nacieron durante recorridos por un país donde las distancias son largas y los caminos aún eran complejos, pero resultaba indispensable tejer esa red municipal, esa suma de partes que daba forma al partido, hacía posible su fundación, facilitaba su continuidad y exigía asimismo atención constante y rigurosa.
Las mujeres y los hombres que llegaban a Acción Nacional lo hacían de manera libre, lejos de el clientelismo sindical que comenzaba a distinguir a régimen posrevolucionario y ajenos a la violencia política y social que siguió a la lucha armada de 1910. De igual modo, concurrían a sus filas grupos ya establecidos: el almazanismo, el sinarquismo, jóvenes católicos, universitarios y otros que encontraban en el ideal liberal al que siempre permaneció fiel Gómez Morin[v] una vía para comenzar a cumplir aquello por lo que el país estuvo en guerra durante casi una década: contar con un régimen legal e institucional que hiciera valer plenamente los dictados constitucionales de una república libre y democrática. Se dan cita las partes que conforman el todo pero saben que sobre la acción individual o de grupo permanece el interés supremo del partido y, por encima de éste, el de la Nación; esto, porque hay un bien ulterior al cual servir, y la participación en la vida pública no se consume en una ambición parcial sino que apunta al beneficio de la colectividad.
El equilibrio entre las fuerzas que componen a una agrupación es frágil cuando se tergiversa el fin que las reúne, y si bien es cierto, como también demuestra Lujambio,[vi] que la cabeza del partido influye en la manera en que se establece la relación entre los distintos grupos, el ideal de la generosidad que plasman los Principios de doctrina es a su vez un antídoto contra esa tendencia; la generosidad hacia el que, aun bajo la misma bandera, disiente o es minoría, generosidad que da un sentido positivo al término tolerancia, de sí referido a algo “que hay que soportar o resistir”.
Importaba dar fuerza a una organización que amanecía a la vida pública, que requería de pies y manos, que heredaba –sin nombramientos de por medio pero sí en la práctica y el pensamiento– lo mejor de las tradiciones de los siglos XIX y XX: el liberalismo de la época republicana y la democracia de la modernidad. Esta mancuerna apostaba por las libertades: de tránsito, de expresión, de asociación, de participación en la vida pública, de contar con una educación que apunte a mejorar la vida del individuo y, con esto, de la comunidad; negaba el capitalismo salvaje –el que provoca las crisis de mal uso de la abundancia–, abogaba por los campesinos que aún esperaban una tierra y una libertad auténticas, abrevaba en el pensamiento de Emmanuel Mournier y de Jacques Maritain, tomaba como suyas las causas de quienes “no podían pensar en votar porque antes tenían que pensar en comer”, enriquecía horizontes con el pensamiento social de la iglesia, exigía, en suma, condiciones para ejercer la libertad que cada ser humano tiene de forjar su propio destino; lo anterior, a la luz de una doctrina seria, responsable hacia el objetivo común, hacia la decisión de asumir como propia la causa de un país herido de guerras y ambición.
Hoy, con el centenario de la revolución mexicana y el bicentenario de la independencia, es buen momento para evaluar cuánto de aquella libertad y de aquella justicia por las que se peleó en esas fechas ha conseguido plasmarse en beneficios reales para la población; al mismo tiempo, es oportuno completar aquellos fragmentos de la historia donde el régimen intervino para construir el eje nacionalista sobre el que sustentó su ejercicio público, devolver a quienes fueron excluidos –por pensar diferente, por ser minoría– su lugar en la construcción del México de nuestros días.
Así, con las ideas de aquellos dos siglos, nacidas y puestas en práctica en Europa o Estados Unidos,[vii] Acción Nacional forjó una doctrina que respondía a las necesidades del país. Los años cuarenta y cincuenta trajeron los primeros triunfos, siempre en el plano municipal, y fueron además testigos de la airada defensa de los resultados en las urnas, que eran confiscadas por el ejército, tal como lo siguieron siendo hasta los albores el siglo XXI. Se forjó pues un espíritu y una mística que fortalecían el trabajo porque en la adversidad se generan uniones que prevalecen, y aquella época –salvo contadas excepciones como los primeros resultados reconocidos en Michoacán, Oaxaca, Guerrero o Yucatán, entre otros pocos– fue adversa para el panismo: un sistema que impedía que el esfuerzo rindiera frutos justos, la decepción de comprobar cuánto faltaba aún por andar, frente a los cuales, no obstante, la obstinación y la unidad fueron mayores: se cuidaba cada voto en las casillas y se defendía en los tribunales, se jugaba a sabiendas de que perder era lo cotidiano, había un fin ulterior por encima de las diferencias que fue capaz de guiar la acción común más allá de las circunstancias.
Adaptar una doctrina que sumaba ideales y causas a la realidad nacional era entonces –y seguirá siendo– el reto del panismo: ¿cómo permanecer fiel a unos principios, a una ideología, cuando la realidad es cambiante y requiere enfoques nuevos? La historia del panismo tiene sus cimas más altas en aquellos que supieron responder a esa pregunta, en los que acudieron al llamado de la Patria a través del esfuerzo organizado en una causa común que no se dormía en sus laureles ni totemizaba su pensamiento sino que tenían claros el valor de la historia, la realidad presente y la necesidad de una permanencia que mirara al futuro: no sacrificar la historia frente al instante ni comprometer el mañana en aras de soluciones parciales.
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