miércoles, 27 de julio de 2011

Politica y Civismo

Adolfo Christlieb Ibarrola

PRESENTACION
Adolfo Christlieb Ibarrola
La exposición que voy a hacer tiene ciertamente un objetivo político. Fueron precisamente las actividades políticas en las que muy limitadamente he intervenido, las que provocaron esta invitación. Sin embargo, pretendo que independientemente de las convicciones, militancias o simpatías de cada quien, estas reflexiones basadas en la realidad mexicana, hagan sentir como algo necesario, vivo y de interés común, la actividad política.

Si lo político y lo cívico, atendiendo a las respectivas etimologías y a su sentido primitivo, pueden haber tenido en otro tiempo significados equivalentes, hoy ciertamente son vocablos que hacen referencia a conceptos diversos a conceptos diversos. Fue política la actividad humana aplicada al gobierno de la polis griega y cívica fue la actividad del hombre referida al de la civitas romana.


Con el rodar del tiempo el contenido de las palabras suele modificarse. Hoy día los términos “político” y “cívico” no significan ya lo mismo, ni para el hombre de la calle, ni aun para quienes se interesan más o menos profundamente por la cosa pública.


¿Cuándo empezaron las distinciones entre ambos conceptos? No lo sé. Tal vez la evolución de la civitas romana –que al proyectarse como imperio sojuzgando al mundo de su tiempo, mantuvo una concepción jurídica que distingue y acota los campos del derecho público y del derecho privado- sirva de antecedente remoto a la diferencia entre el significado de los vocablos.



UN CONCEPTO FORMAL DE CIVISMO

Tal vez posteriormente, al calor de la Revolución Francesa, cuando se trató de forjar como tipo ideal del ciudadano, al del ciego servidor de la ley positiva, producto de la “diosa razón” encarnado en los decretos de las asambleas legislativas, se acuñó el término “civismo” –que Roma no conoció- para significar de manera muy especial una virtud del hombre expresada por el fiel cumplimiento, formalmente hablando, de los deberes que a éste le imponen las leyes referentes a la organización de un país, en su calidad de ciudadano, y para designar también a un conjunto mínimo de conocimientos legales relativos, particularmente, a las relaciones del hombre con el Estado.



Data de entonces una especie de fe ciega en el valor de las constituciones escritas, en cuyo texto se consideraba plasmada no solo la verdad política inconmovible, sino el fundamento de toda felicidad humana.

Lo cierto es que esa idea del civismo surge y se va imponiendo al través del siglo XIX y hasta la fecha, no sólo para connotar un concepto distinto al de la política, sino como una fórmula que se utiliza intencionalmente por muchos, para marcar una conducta en cierto sentido opuesta a la conducta calificada como política.


La conducta cívica poco a poco fue caracterizándose como algo laudable e inobjetable, en tanto que se le presentaba como la expresión perfecta del cumplimiento formal de las leyes que obligan al ciudadano individualmente considerado, a participar en la integración del gobierno de su país, y en tanto que expresa su adhesión externa a los acontecimientos de carácter nacional, mediante la asistencia, eventual o frecuente, con espíritu casi ritual, a los actos de conmemoración pública.



POLÍTICA Y POLÍTICOS

A la política, por el contrario, se le ha hecho aparecer desde hace mucho tiempo como una actividad reservada a minorías generalmente mal calificadas, en cuyo campo nadie puede aventurarse sin riesgo cierto y evidente de su integridad moral. Todos hemos escuchado un estribillo despectivamente pronunciado: “Soy apolítico. Cumplo con mis deberes cívicos, pero no hago política… Y generalmente, quienes tímida o enfáticamente lo enuncian, parecen esgrimir una patente inobjetable de virtud.


Los cívicos apolíticos, para justificarse, a menudo recuerdan episodios históricos que demuestran, según ellos, cómo las luchas humanas tendientes a alcanzar objetivos más o menos generosos, se han manchado a consecuencia de las intenciones poco edificantes de sus actores, cuando la “política” se mezcla en las mismas.


El civismo ha sido reducido, por ese camino, a una especie de fidelidad pasiva del hombre frente al Estado, a una obediencia, formal a las leyes y a un cierto interés en la vida nacional, pero sin preocupaciones fundamentales respecto al bien común de la nación. Hay ciudadanos que se consideran virtuosos y tal vez de un civismo ejemplar, si pagan más o menos correctamente sus impuestos, si acuden a las urnas el día de las elecciones y si una vez en la vida llevan a sus hijos a un acto público de los que se celebran para conmemorar las fiestas nacionales. Nada de esto es criticable: ojalá y todos lo hicieran. Sin embargo, no es posible pensar que hasta ahí debe llegar todo.


Cuando este tipo de hombres no quiere ir más allá de esa concepción de la vida ciudadana, tampoco querrá interesarse en las cuestiones de gobierno algo más de lo que signifique comentar en tono quejumbroso la falta de equidad en los impuestos o la falta de respeto al sufragio y de autenticidad en las elecciones.

 
EL HOMBRE DE ESTADO

El simple concepto formal del cumplimiento de los deberes ciudadanos lleva al hombre a distinguir sus propias actividades y en ocasiones, cuando mucho, las actividades del pequeño grupo social o profesional a que pertenece, de las actividades del resto de sus semejantes y a tratar de establecer una relación directa, lo más directa que sea posible, entre el hombre y el Estado, más bien, entre el individuo y quienes están al frente del gobierno.

Quienes enmarcan sus relaciones con el Estado dentro del cuadro del civismo apolítico, concebido como algo de contenido exclusivamente legal, susceptible de cumplirse más que de vivirse, no comprenden que el bien común de una nación requiere de la actividad conjunta de todos sus miembros, considerados no como autómatas, ni somos simples sujetos de obediencias dentro de un orden impuesto por sus jefes, sino como hombres responsables y libres que aceptan, rechazan o tratan de modificar una forma de vida.


Un hecho que no puede pasar por alto es el de que, al mismo tiempo que se fue estableciendo el divorcio, entre lo cívico y lo político, se pretendió reducir la conducta religiosa del hombre al campo de la vida personal, o cuando mucho, de la vida familiar considerada como un terreno estrictamente privado, pretensión que lleva ineludiblemente a hacer que la vida del hombre acabe por perder todo sentido de relación trascendente.


Las relaciones humanas, excluidas de la diaria convivencia, las cuestiones políticas y las motivaciones religiosas, se ven reducidas a regirse por un posible respeto a la ley positiva, por razones de simple seguridad, respeto que tiende exclusivamente a prevenir conflictos formales con los demás, pero que se abstiene de examinarse la ley realiza o no valores de la justicia.


Por otra parte, se pretende encerrar la conducta religiosa en el ámbito de la conciencia íntima, o de los actos personales de culto a la Divinidad, la cual, por cierto, se considera como algo muy lejano, porque se ha borrado de todo sentido religioso en los tratos con el prójimo.


El individuo se convierte de esa manera en el centro de sí mismo, tanto en lo que respecta a sus relaciones con Dios, como en todo lo que se refiere a la vida de comunicación con sus semejantes.


 
LAS FORMAS DE GOBIERNO

Cuando las relaciones del hombre con Dios y con el Estado se reducen a fórmulas de trato directo e individual, que excluyen de la diaria convivencia todo sentido comunitario en los fines de la existencia humana, se pierden la dimensión social de la persona y el sentido del bien común.


Pero volvamos al tema central. De la concepción del civismo, de la conducta cívica como una simple manifestación formal del cumplimiento de los deberes legales que impone la legislación positiva y como aceptación pasiva del orden legal vigente, se deriva el fenómeno, frecuente hoy en el mundo, de personas, organizaciones o grupos, que expresamente en ocasiones o simplemente por su forma de conducta al respecto, estiman que las formas de gobierno son irrelevantes.


Para ellos, las formas de gobierno corresponden a simples teorías que expresan el pensamiento de algunos hombres, acerca del modo como un país debe ser gobernado. La forma de gobierno deja de ser entonces la expresión de una forma de vida que coincide o no con la realidad, que se cumple o no se cumple y que está en nuestras manos mantener o cambiar. Para ellos, observar una conducta cívica es acatar la ley por ser la ley, sin fundar su adhesión a la misma en un acto de valoración consciente de lo que significan los sistemas de vida y de gobierno.


De la pérdida del sentido social de la vida humana, como consecuencia de aquella concepción de la vida pública, se sigue la preferencia que se concede a la solución de los problemas individuales o de grupos reducidos, sobre la solución de los problemas generales. Se deriva también, como consecuencia necesaria, la de quienes se mantienen alejados, no digamos ya de la vida política activa, sino de cualquier idea política que tenga un contenido estructurado, traten de buscar su seguridad personal o la del grupo a que pertenecen, a costa del interés general, y que las relaciones directas que establecen con los titulares del poder, se conviertan en relaciones extra legales que ignoran y aun quebrantan el orden positivo que aparentemente se acata.


 
CIENTÍFICOS Y TÉCNICOS

Para quienes así conciben la relación del hombre con el Estado, la posibilidad de ejercer el “derecho de picaporte”, suple con la ventaja el respeto de los derechos del hombre por parte del poder público. Mientras detentan ese derecho, aceptan cualquier sistema de gobierno formalmente consagrado en las leyes, se realice o no en la práctica, sin prejuicio, naturalmente, de hacer ostentación del cumplimiento de disposiciones legales, a las que no conceden mayor categoría que la de fórmulas que expresan un rito intrascendente.

 
Estos mantenedores del formalismo cívico, durante el porfirismo forjaron el lema de “poca política y mucha administración”. Hoy sus sucesores mantienen las mismas ideas expresadas con otras palabras. Sostienen, frente a los problemas nacionales, no solo la primacía de las soluciones técnicas, sino la exclusión de las políticas. De entonces acá, nada hemos avanzado en materia política, con el agravante que significa el haber archivado todo el bagaje de experiencia humana representado por la Revolución Mexicana y sus causas. A sesenta años de distancia, la situación es semejante: el país salió de las manos de los científicos, para quedar, tragedia y sangre de por medio, en manos de los técnicos.

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